sábado, 29 de mayo de 2010

Polaroid #5. Will.



Lo que se preguntó Will es si merecía la pena. ¿Cuántas miradas al día era capaz de proyectar sobre la distancia? ¿Cuánto silencio era capaz de musitar sin llegar a abrir la boca? La ciudad estaba triste tal vez porque era lunes y llovía o tal vez porque es extraño que Mayo comience así, lloviendo de una manera tan voraz, o quizá porque la oscuridad volvía hombres lobo a todos los santos y santos a todos los hombres lobo y la multitud andaba por ello revuelta y diluida como un esputo en la baba fangosa de los charcos. No era pronto por la mañana y Will se detuvo a observar, por vez primera en tantas semanas, aquella habitación anónima cuya pintura comenzaba a confundir el color pardo de las paredes con la suciedad. Los grandes azulejos que cubrían el suelo tenían el dibujo de la flor de Lis casi borrado. Will entonces contempló las camas deshechas e imaginó o quiso imaginar los cuerpos desnudos hilvanándose como una noria sin pasajeros o como una antorcha ardiendo pero en la distancia o como dos cuerpos que se besan pero no saben - pero qué hay que saber, se preguntó Will, sino encontrarse. Había un vaso de agua en la repisa junto a la ventana. Un vaso de agua lleno que Will bebió, y sabía a agua destilada y aún sucia, a medicina, a amarga atonía química. Luego se sentó unos segundos en el sillón, junto al ventanal. Pensó en vestirse. Los jeans azules y las tenis converse de color negro. Todavía podía afligirse al recordar las horas junto a James, perdidas para siempre. Sus cuadernos escritos para apaciguar quién sabe si el dolor o la alegría de estar juntos. Las mañanas de Agosto en que bajaban a la costa y se buscaban los tendones y la arena áspera sonrojaba su piel y después saltaban como peces a punto de morir bajo el sol. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Una semana? ¿Una década? Will miró entonces el armario, abrió la puerta corredera, se sobresaltó al contemplar el vacío sobre el espacio en torno de una caja de zapatos. ¿Dónde estaba su ropa? ¿Dónde estaban sus camisas, las camisas a cuadros, cuadros grandes, simétricos sobre el plano de la tela? Se dio la vuelta y quiso mirar hacia afuera, pero sólo comprobó las gigantescas gotas de lluvia mudándose una y otra vez en liquidez sobre el cristal. Miró de nuevo la habitación y las camas, las camas deshechas, solitarias, tal vez con el olor a muerto aún flotando por entre las sábanas de algodón. Recordó un verso del poeta E.E. Cummings en el que compara la vida con un viejo que lleva flores en la cabeza. Buscó divisar de nuevo algo al otro lado de la ventana: las mismas gotas gigantescas y la misma tormenta sobre las calles anulaban las huellas de humo de los aviones y la altura de los rascacielos. Ya no tenía ganas de salir de aquella habitación que sin embargo no era la suya, así que Will se tumbó sobre una de las camas y pensó en cerrar los ojos y los cerró y pensó en su madre y en el olor a verdura de las mañanas y en el delantal de su madre, aquel delantal con una alcachofa gigante y azul, y pensó que las alcachofas deberían ser así, de color azul, irreales, como en el delantal de su madre. Luego se durmió y se vio flotando sobre una circunferencia que en realidad no era una circunferencia sino un segmento infinito e inconmensurable sobre el que girar, un ejercicio de fe que se repetía cada vez que el sueño le vencía y que tenía también algo de masoquismo ingenuo e irrefrenable.
Al levantarse de la cama, frente al espejo - ¿Pero qué hago vestido de blanco?, se preguntó - lo vio tras de sí, en la última cama junto a la puerta. Era un viejo o un hombre de mediana edad con apariencia de viejo o un fantasma que había adoptado aquella forma humana descompensada y horrible.
- ¿Quién eres? ¿Cuándo has llegado? – le preguntó Will. ¿Duermes aquí? – añadió.
Y entonces el viejo sonrió y miró a Will y arqueó las cejas y volvió a reírse, esta vez con una carcajada intensa y algo estridente que incomodó a Will, y le dijo casi gritando: soy Moisés tras haber vagado cuarenta años por el desierto. Y luego: soy Truman Capote perdido y angustiado en las monótonas llanuras de Kansas. Y luego: soy Giuseppe Verdi masturbándose ante el conservatorio de Milán. Y luego: soy Marguerite Duras buscando un lugar para morir cerca de Saigón. Y luego: soy un antiguo sátrapa cansado y en declive que ha venido a pedir algo de pan. Y luego: soy un poeta francés en un salón de opio que lee a William Blake. Y luego: soy un marica de Sodoma, una puta escondida entre la corte, un mercenario que ha venido a matar. Y luego: soy Courbet pintando El Invierno solo y confundido ante la mañana soleada de Agosto. Y luego: soy el bailarín debutante que tiembla a la espera de su primer pas de deux. Y luego: soy la voz perdida de los indígenas sobre todas las calles asfaltadas de América. Y luego: soy el semblante desairado de Nixon, los ojos astutos de John F. Kennedy y la sonrisa de paleto de Ronald Reagan. Y luego: soy el Tiempo cayendo ahora mismo sobre Lisboa, sobre las casas sin ascensor eléctrico de La Habana, sobre el gran Cáucaso Ruso…
-¡Basta! - gritó Will –y el viejo desapareció o alguien le saco de allí o probablemente habitó dentro de Will para siempre mientras se aturdido se dirigía hacia la amplia ventana que daba a la ciudad. Will se detuvo y comprobó tras el cristal el receso de la lluvia y la claridad a punto de expandirse por la ciudad, haciéndose hegemonía o combate sobre las calles y los parques, sobre los vertederos y los oscuros edificios donde alguien quizás apostara su vida a la ruleta rusa. Porque todo es irremediablemente deleble y fronterizo, pensó Will. Y luego recordó a James y las noches en que planeaban aquel viaje de Quito a Buenos Aires y las noches en que cansados permanecían quietos y desnudos sobre la cama y las noches de aquel agosto en Dublín aburridas pero ordenadamente dispuestas al amor y entonces algo parecido a la muerte vino a visitarle y volvió a Quito imaginado y nunca visto y se vio a sí mismo sobre la cama desnudo y cansado riéndose junto a James y volvió a Dublín en su recuerdo como vuelve un muerto en vida sin codicia de visitar los lugares que murieron con él.

La enfermera iba a entrar en la habitación pero no entró y se detuvo y observó sin cruzar la puerta cómo aquel enfermo recién llegado a un país del este de Europa, delgado, rubio como los inmensos campos de trigo de su país, permanecía de pie e inmóvil como una masa uniforme apenas identificable con la vida. Lo vio bostezar, y pensó en hablar con él mientras permanecía de espaldas frente al ventanal de la habitación casi en penumbra. Parecía que murmuraba algo. Ante la escasa luz, podía intuir su camiseta empapada en sudor. Lo escuchó toser. Entonces el enfermo comenzó a desnudarse lentamente: los pantalones, la ropa interior, la camiseta, al final, y después plegó con cuidado la ropa y la dispuso sobre una de las camas. De nuevo murmuró algo, un nombre en inglés, pensó la enfermera. Vio cómo abría la ventana: la habitación se vació de silencio y el olor a tierra húmeda le recordó la gran tormenta de aquella tarde. La enfermera lo vio retroceder de espaldas frente al ventanal. No pensó en gritar, ni en ir hacia él y agarrarle, ni tampoco pensó en salir corriendo por los pasillos desolados de aquel hospital del barrio sureste de la ciudad para dar la voz de alarma a algún médico, a alguien anónimo capaz de detener el desastre intuido. Ella estaba segura, guardaba para sí una certeza absoluta acerca del destino de aquel extranjero, siempre agradable y educado en el trato, mucho más que otros pacientes cuyas miradas denotan ya una tristeza imposible de sofocar que arde y se expande en la profundidad de sus cuerpos. El extranjero era callado, pero se intuía en él un esfuerzo aún por salir adelante, por agradecer todavía y esperar algo a cambio, como aquella mañana en que le había llamado flor de primavera, quién sabe por qué, acaso porque le recordara a su madre o alguna flor de su país o algún amor adolescente confundido con la pureza en su recuerdo. Le miró en la distancia, estaban tan lejos, pensó ahora la enfermera. Will siempre lo supo. Desde los diecisiete años, puede que desde aquel instante en el jardín nevado de sus abuelos, supo siempre que habría un momento, un solo momento para elegir y decir paf, se acabó. Un momento clarividente, de voluntad limpia como la hoja de un sable. Un gesto apurado hasta el final. Ahí estaba, se dijo Will, mientras las luces parpadeaban haciendo difuso el horizonte de la ciudad. Por última vez contempló el espacio abierto ante sus ojos y pensó en el tiempo y las horas que terminaban y justo en el instante antes de saltar pensó en lo extremadamente fácil que es desvincularse del mundo.

Así pues, regresaron junto al más digno elemento del género humano; el criminal enfrentado a sus jueces; la víctima abandonada a su suerte en las alturas; el fugitivo; el marinero ahogado; el poeta de la oda inmortal; el Señor que había ido de la vida a la muerte; regresaron junto a Septimus Warren Smith…
Virginia Woolf, Mrs. Dalloway

sábado, 27 de febrero de 2010

Polaroid #4. Nightclubbing.


no sé por qué le beso. No sé por qué ha sido él el elegido. No es inteligente, desde luego. Su boca sabe a tabaco, a sangre y a alcohol, se expresa con vulgaridad, igual que viste: no lo entiendo, su coche huele mal, su cama huele mal- ¿hace cuánto no cambias las sábanas? – le he preguntado – pero no me ha respondido, me ha tirado sobre la cama turca y me ha desnudado, él también se ha desnudado, me gusta tu polla – le he dicho – él ha sonreído, y entonces he empezado a lamerle el glande, a morderle los huevos, he arrancado parte de su vello púbico con mis manos hasta que ha gritado y me ha dicho puta, puta, puta – lo ha repetido tres veces. Me gusta sentirme barata y a la vez resplandeciente junto a él, elevada como una virgen católica. Porque ni siquiera me atraía. Empezamos a coquetear de madrugada, cuando los clubs cierran, en aquella calle estrecha del centro donde a veces el olor a orín es tan fuerte que no es posible conversar largo rato sin soltar alguna arcada previa al vómito. Mis amigas se han ido a casa sin mirarme a la cara. Una de ellas, cuando iba ya en su coche, penetrando junto a él los extrarradios de la ciudad, me ha enviado un sms: xo q coño haces? piensa n james, piensa n james, x favor. No me ha molestado que repita dos veces el nombre James. Sí que repitiera el verbo pensar: no lo comprende. No comprende que mi cuerpo pide ser rasgado premeditadamente. Ahora me dice si soy capaz de tragar su corrida. Evidentemente le digo que no- tengo paladar de princesa, cariño – le digo – para tragar la leche revenida que puede saltar de ahí. Se ha sorprendido. Me ha dicho que yo en realidad soy una guarra que no tiene huevos a vivir como una guarra, que todas las pijas de la ciudad y del club Midnight somos iguales, putas pijas, ha dicho, mientras se masturbaba él mismo y al fin se corría sobre la alfombra polvorienta de su habitación. El espasmo tras su corrida ha sido realmente increíble, como el aullido de una bestia legendaria. Luego se ha tumbado sobre la cama desnudo, sin decirme nada, mientras respiraba como un animal cansado o asustado o a punto de morir. Toda la habitación apestaba a su sudor. Yo me he levantado y sin ponerme las bragas –pensé dejarle un souvenir a este cerdo- me he vestido, he salido a la calle, y he llamado a un taxi. Ha tardado casi una hora en venir. Las afueras resplandecían bajo la luz enferma y vaporosa de las farolas, tras la intuición de un horizonte emancipado de la difusa línea de los polígonos y naves industriales. Queda el silencio contra el zumbido intenso en los oídos, el silencio perforado por el ladrido intermitente de algún perro solitario, el silencio esquivado por la sirena de alguna fábrica más allá, la distancia derramándose sobre todas las cosas, sobre mí misma, una niña fantasma o una niña en un espacio fantasma o una niña perdida o una niña que sobre todo quiere perderse y el silencio otra vez, las autopistas y las carreteras como un sistema de arterias cuyos capilares exhiben tan sólo transparencia y vacío, la ausencia de velocidad interna: pobre niña, ha pensado tal vez el taxista cuando he abierto la puerta y ha visto el maquillaje deslizándose por la blanca piel de mi rostro. El taxista tendrá unos cincuenta años, está gordo, masca chicle y también huele a sudor. Sus ojos grandes denotan acaso una persona melancólica. Mientras entramos de nuevo en la ciudad habla de su familia, sobre todo de sus tres hijos, hasta que finalmente me dice preocupado “¿qué haces a estas horas por aquí?” Una adolescente desprotegida como tú, ha dicho, una niña tan fácil de corromper como tú. Odio Nottingham, odio el puto barrio familiar donde vivo, odio a casi todos mis amigos y sus planes de futuro, odio mi colegio, las constantes recomendaciones de mi tutor para que estudie derecho, odio a James Hunt, ese niñato deportista, odio Nottingham, he pensado. Pero me apetece jugar. ¿Quiere usted jugar conmigo? - le he preguntado al taxista, mientras su rostro reflejaba duda o desconfianza o por qué no, curiosidad, y comenzaba a narrar con esmero e indignación el tedio que vertebra sus noches, lo cansado que está de perder el sueño inútilmente y llegar a duras penas a fin de mes, “a duras penas”, repite, “tú eres demasiado joven para comprenderlo”. ¿Será otro ignorante? De nuevo me sitúo en el punto de salida del juego: hacer distinguir la perversidad de los heliotropos, el parásito del fruto más jugoso, la aspereza al quebrarse el diente de león más tierno. Me desplazo hasta la parte central del asiento de atrás, casi cuando estamos a punto de entrar en mi barrio. Me subo ligeramente la falda, abro mis piernas. Sonrío mientras me observa desconcertado por el retrovisor. Humedezco mis labios. Miro al taxista con la devoción de una princesa y le digo “pare aquí…si viene un rato al asiento de atrás, quizá su noche acabe siendo más divertida."

Nightclubbing we're nightclubbing
We walk like a ghost
We learn dances brand new dances
Like the nuclear bomb

Iggy Pop



miércoles, 9 de diciembre de 2009

escribir en tiempos de playstation

El artículo "Escribir en tiempos de Playstation" es mi primera colaboración con el magazine CaraB.

Para leerlo haz click aquí.

lunes, 2 de noviembre de 2009

polaroid #3. Ohio.


no han pasado más de tres minutos desde que se ha despertado y le ha sorprendido la visión extrema, al subir la persiana, de los arces rotos por la violencia del otoño sobre el jardín. Es temprano y parece que nadie quiera pisar aún la calle de este barrio residencial situado en las afueras de la ciudad. La hojarasca reposa o se desliza o construye bubones frágiles y desiguales, y aunque el día se levantó con algo de niebla, al subir la persiana el sol se engrandecía mientras su rostro arrugado podría lamentarse tal vez del tiempo que ya sólo mengua y pretende esconderle, o tal vez de las dunas en su recuerdo, el muchacho de Lakewood aquella tarde en que aparcaron el coche, salieron a la viscosidad del trigo en agosto y se desnudaron por primera vez para comprobar el cuerpo y su temblor y la insignificancia de su voluntad ante el deseo y las inmensas llanuras de Ohio. Visto de perfil, mientras el flashback de la adolescencia le provoca una erección, podría parecer que vive dentro de cualquier cuadro de Hopper. Probablemente la pintura subrayaría los volúmenes melancólicos de su expresión, o su mirada perdida o la completa sumisión al momento de este hombre de unos cincuenta años que no tiene nombre y es sólo una figura que se desplaza en el espacio. Respira como si hubiera caminado cientos de kilómetros sin descanso. Ahora avanza hacia el armario y deja que las cortinas reduzcan la luz de la mañana en la habitación. Se desnuda y se viste con unos jeans y un polo gris, se calza unas deportivas marca Nike. Su cuerpo está flácido. Es fácil comprobar la desproporción de sus medidas en los pechos abultados y su tórax demasiado amplio, en la extrema delgadez de sus piernas. Es fácil comprobar la estructura desigual, las articulaciones cansadas y delebles y su juventud, como el resplandor al final de un túnel demasiado largo. Visto de perfil, su desnudez podría formar parte de cualquier tríptico de Francis Bacon. Ahora apila en una columna los libros de la mesilla. Ya vestido, minutos antes de salir de la habitación -se oye el primer camión afuera que atraviesa la calle esta mañana- se sitúa frente al espejo que se apoya sobre una larga cómoda a la altura de sus rodillas, de forma que queda de pie frente al plano americano de sí mismo. Se mira fijamente, inmóvil, como un material que debe cincelarse para obtener algo de forma o como un material que ya ha sido cincelado pero que espera aún el toque maestro, la talla que le avoque a ser parte de una dimensión, por minúscula que sea, de la belleza. Aunque también se puede decir de otra manera: en su gesto se intuye que este hombre de ojos grandes aún espera algo del tiempo, y por eso ahora, quizás recordando a Tom Doniphon o Jesse James, figuras que podrían significar no sólo el silencio y el ruido, sino la temeridad más allá de cualquier frontera, ahora finge frente a sí mismo el gesto que desenfunda su revólver como si todo adversario estuviera frente a él pero nada temiera y sólo quisiera disparar y meter una bala por el culo a todo malnacido que pretenda frenar su avance hacia el oeste.

Facing west, from California's shores,
inquiring, tireless, seeking what is yet unfound
Walt Whitman

jueves, 22 de octubre de 2009

polaroid #2. Lima


quizás porque hace demasiado frío para salir fuera Lima contempla desde su ventana el denuedo de la carrocería blanca de los coches, justo cuando concurren en la pequeña plaza de este barrio obrero del norte de la ciudad. Una ausencia deviene mientras la luz se hace opaca y Lima piensa: "quizás aquellos días fueran como una postal, intensa y aislada, de mi vida con Marek". Está de pie y sus piernas se cruzan y se arquean y a menudo, cada treinta segundos, Lima parece temblar o desvanecerse o simplemente finge con su cuerpo la espesura triste que bate dentro de su pecho. Las piernas le queman desde los tobillos hasta las ingles mientras recuerda la evidencia de la enfermedad más allá de Varsovia, en las calles sucias de aquella ciudad del mediterráneo donde dejó de amar a Marek. Se quita el suéter y pasa la mano caliente sobre los cristales algo empañados del ventanal para seguir mirando la danza de los coches en la plaza. Ahora el ritmo se desvanece. La pequeña iglesia enmudece tras el repicar de las campanas que como un filo grueso señalan, y Lima no lo sabía, las tres en punto de la tarde. No es un día cualquiera o sí, aunque Lima intuye, por vez primera en tantos meses, un pozo de inercia que traga su lentitud y que también podría ser un pozo de petróleo que chupara, de las raíces mismas de la tierra, la bilis de este momento en el tiempo en el que se ha detenido frente al ventanal para ver la velocidad desigual de los cuerpos afuera, la suma de fuerzas que se expande como se expande una pandemia o una tormenta o una jauría de perros hambrientos. Pero la duda -se pregunta a la vez que se quita los calcetines y frota con lentitud sus labios contra el frío cristal – la duda es por qué esta voz debe decidir salir fuera, caminar hasta casa de mama o el supermercado o hasta el bar de la esquina oeste para beber una cerveza o decirle a mama “ya estoy aquí, traigo arroz para cenar” o comprar las fundas nórdicas y las sábanas para la nueva cama. “No quiero dejar de mirar”. Que la contemplación sea una pose osada o cobarde es algo que Lima pasa por alto, “es algo que no importa, es algo que no puede determinarse -ahora se quita los pantalones - es algo estúpido de plantear”. Sus ingles ya no queman y la temperatura que envuelve sus delgados huesos desciende y Lima se ha dado cuenta y por eso palpa con una de sus manos los labios y los pómulos, para comprobar el segmento de frío que termina en las plantas de sus pies. ¿Acaso ha cambiado algo por permanecer casi desnuda y con el cuerpo más frío y temblando y con la piel más erizada por el frío y la respiración, el pulso, la mandíbula más vacilantes por la lengua de frío que lame y atraviesa el dique de los cristales? Lima da la espalda al ventanal y mira el espacio más allá de la puerta abierta de su habitación. Antes de salir del cuarto, envuelve su rostro una estela de ingravidez que parece delimitar un cambio de actitud, o quizás sólo un falso convencimiento que atraviesa el flash de la cámara de forma paradójica. Ahora ya no hay nadie. En la foto se intuyen montones de ropa sobre la cama y un póster de Oasis en la pared. Pero la habitación busca un desorden también en los cajones abiertos, en los papeles revueltos y apilados sobre el escritorio y varios pares de zapatos y calzado deportivo tirados sobre el suelo. La luz de una pequeña lámpara en el escritorio proyecta sobre el póster de Oasis una mancha de luz que fulmina el rostro exaltado de Liam Gallagher. Hay papeles también por el suelo, papeles con versos, con dibujos, con esquemas, con apuntes tal vez y con viñetas de cómic a lápiz, con palabras rotuladas en una caligrafía rebuscada y casi medieval. Podría decirse que el escenario de la habitación es un puzle mal hecho o dejado a medio hacer o que alguien comenzó a hacer pero se cansó y lo dejó así, con osadía, con ganas de que alguien se perdiera en él y comprobara la ausencia y la desesperación o la simple vagancia de aquel que lo comenzó.

lunes, 21 de septiembre de 2009

polaroid #1. Varsovia

en el centro de la ciudad Marek y Lima se levantan del banco, y ajenos al ir y venir de los turistas que como ellos rompen y construyen otros itinerarios (Lima siempre pensó que el turista, su voracidad y fervor por el lugar, por el aniquilamiento del espacio abstracto aún por conocer, celebraba la metáfora al fin de cierta ansiedad moderna) se sorprenden por la circunferencia grumosa de palomas sobre la plaza y esperan, como si la luz no fuera a caer, que alguien les saque una fotografía allí, en el centro nada bello de una ciudad donde la belleza nace y se devasta cada día, la ciudad que siempre habían anhelado visitar. Ahora se tocan sin darse la mano y Marek le dice a Lima: “bésame aquí”, mientras respira con dificultad e imagina a Lima desnuda sobre su cama en Varsovia. Pero Lima siente demasiada timidez como para lamer lentamente los labios gruesos y ásperos de Marek. Por eso se da la vuelta, comienza a girar como una niña mientras mira al cielo y súbitamente despliega los brazos como si un attrezzo de naturaleza virgen la envolviera o la envolviera la paz más intensa o quisiera aparentar ser una joven con demasiada vida aún por delante como para casarse y planear un viaje de novios a Barcelona. Lima gira, gira y Marek sonríe y siente que debe detenerla, ponerle freno, la despótica y sumisa Lima, ahora mismo, ponerle freno para que no se desbande y sea ella también grumo incierto que se proyecta y se pierde entre la suciedad de las palomas. Porque Marek aborrece las palomas. Quizás por eso, quizás al contemplar girar a Lima como una niña, tan libre y despreocupada, con la inercia simple de una peonza, quizás por eso la ha detenido, le ha dicho: “basta ya ¿no? estate quieta… ¿no quieres que nos hagan una foto?”. Para Lima, cuya madre emigró hace tanto de Cuba hacia el frío norte de Europa; para Lima, que siempre vio en el baile a ritmo de guaguancó, a ritmo de mambo, de timba y de chachachá, un escape leve pero eficaz, perecedero pero intenso, cuando estaban solas en casa; para Lima, que siempre tuvo la piel demasiado cálida y húmeda para tanta aridez y nieve, el gesto de Marek ha sido desconsiderado y supone un corte abrupto y demasiado evidente en aquel curso de inocencia casi adolescente que le embriagaba (había escuchado, a lo lejos, casi al otro lado de la plaza, donde comenzaban las calles comerciales, el ritmo de una salsa que recordaba tan bien como su primera bicicleta, su primer lápiz labial, de color rojo intenso, o su primer beso). Pero Marek la besa y Lima le consiente aún a pesar de que el beso suene a coartada o a música vieja y fracturada, a música de una caja demasiado vacía como para guardar algo, cualquier cosa, de cierto valor. Algo después, cuando Marek pedía en inglés a otra pareja si podían tomarles una foto, Lima se ha estremecido y ha pensado durante diez segundos que nada valía la pena, que cualquier lucha es finalmente un desastre amagado en las ganas, imbéciles, de prosperar hacia algo mejor cuando sólo la levedad y el encanto dulce e ingenuo, eso que ella había perdido, más o menos, en el último año de universidad, podían hacerla vibrar y encenderse de nuevo como una joven de veintidós años que celebraba la pasión en una ciudad del mediterráneo. En los diez segundos posteriores, Lima ha cambiado o ha intentado cambiar de parecer y se ha dicho que no todo estaba perdido, que el amor por Marek era más que evidente - allí estaba, practicando su inglés emocionado y disperso – y que su cuerpo todavía era joven, demasiado joven para consentirse ese halo de niebla fugaz que devoraba el porvenir y lo convertía en sucesión indecisa, en algoritmo errático a pesar de que el tiempo avanzara como una boca de fuego. Lima ha querido entonces sonreír pero no ha ido más allá de cierta mueca plastificada, de ningún modo válida como expresión de los días felices. Han pasado otros veinte segundos hasta que Lima ha salido de estas disquisiciones, cuando Marek le ha dicho, mientras le pasaba el brazo derecho por su cuello: “Mira hacia allí, nos van a sacar una foto. Ésta la podríamos enviar a tu madre”. Y Lima ha mirado a la cámara y ha consentido otra mueca vestida de suave candidez mientras pensaba qué sé yo de la vida quizás todo venga después ya dado quizás deba esperar quizás el estado de agotamiento sea al fin tan virtual como real quizás el invierno me enseñe algo quizás deba esperar.